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Virginia Higa Foto Prensa
Virginia Higa / Foto: Prensa.

Luego del éxito de «Los sorrentinos», la escritora y traductora Virginia Higa regresa a la escena literaria con «El hechizo del verano» (Editorial Sigilo), un texto de no ficción que recorre, con misceláneas, crónicas y reflexiones personales, la cotidianeidad de un país, Suecia, a través de una mirada virtuosa que imprime una combinación sutil entre la extrañeza y la fascinación.

Hay un hechizo de verano que no es el que vemos en estas latitudes los primeros días de enero, sino uno que ocurre entre julio y agosto y se valora especialmente en los países nórdicos, donde los esperados destellos de calor pueden llegar después de seis meses de oscuridad e invierno.

En cada una de sus llegadas el verano sorprende a locales y extranjeros en Estocolmo, una ciudad entera que se descubre luego de que se derrite la nieve y da paso a la estación más brillante y breve del año. Los trabajos, el humor, el estado de ánimo y los planes con amigos o familia están, de un modo u otro, atados a los avatares del clima.

«La maternidad te enfrenta con todas nuevas dimensiones de la cultura que son muy diferentes a la nuestra, y te enfrenta con esta idea de que para criar a un niño necesitás de una comunidad. Y sí, es así. Estando lejos es muy duro.»Virginia Higa


Higa, nacida en Bahía Blanca, vive desde 2017 en esta ciudad junto a su marido y a su hijo, nacido allá. Es licenciada en Letras egresada de la UBA y publicó en 2018 su primera novela, «Los sorrentinos» (Editorial Sigilo), un libro que fue traducido al italiano, al sueco, al francés y próximamente al portugués.

Desde que llegó a la ciudad, a raíz de una propuesta laboral que tuvo su pareja, comenzó a escribir. En cada salida, paseo, experiencia o detalle que descubría encontraba un texto posible, a veces breve, otras veces más extenso. Lo hizo con regularidad y sin expectativa hasta que nació su hijo, en 2019, momento en que se tomó una pausa.

No hubo un plan, pero ese archivo fue creciendo mucho y se volvió un volumen de textos grande, que decidió organizar a modo de misceláneas. El resultado es un libro que se vuelve una experiencia de lectura, un viaje al corazón de la vida en Estocolmo con la impronta de una mirada sagaz con sello argentino, un vaivén que oscila suave entre el choque cultural y las calamidades climáticas, los nuevos modos de hacer amigos y las formas en que la nieve tornea y embellece la ciudad.

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Foto: Prensa.


En «Los sorrentinos» el lector descubre los secretos de una familia italiana y en «El hechizo del verano» Higa vuelve a jugar con el límite físico, geográfico e idiomático de un país que le es completamente ajeno pero que, luego de las páginas escritas, comienza a ser más y más cercano para ella y también para sus lectores.

«Un sudamericano en Estocolmo siempre tendrá este problema: en invierno extrañará con todas sus fuerzas el sol. Pero en verano querrá ver las estrellas, que por efecto de la latitud o de la luz urbana son escasísimas en la bóveda nocturna de esta ciudad», sostiene la autora en un tramo de «El hechizo del verano».

Higa hace, además, un juego entre las experiencias propias del lugar, como aprender a patinar o familiarizarse con la lengua, con las experiencias que construye en los consumos culturales que sostiene en el lugar, como Jane Austen o Eric Rohmer, entre otros. Incluso hay un capítulo dedicado a las cartas que Manuel Puig envió a su familia durante su estadía en Estocolmo entre mayo y septiembre de 1959.

«Puig llegó, se maravilló dos semanas y después se aburrió y le pareció todo horrible. Si uno llega acá en verano es muy fácil enamorarse del lugar, el verano es precioso, es como una ilusión. El sol brilla todo el día, no hace tanto calor y contrasta con el invierno. Por eso es como un hechizo: se pasa y desaparece», reflexiona la autora. Desde su casa en Estocolmo, conversa con Télam sobre la escritura de su último libro.

-En «Los Sorrentinos» hay una impronta muy fuerte de nuestra tradición, de la argentinidad y de la herencia italiana. En «El Hechizo del verano» pasa todo lo contrario: hay una sociedad que nos es completamente lejana, la sueca. ¿Cómo ves esta asociación en tu obra?

-Es algo que vengo pensando mucho. El arraigo, la territorialidad de las cosas que uno hace. Cuando escribí «Los sorrentinos» estaba descubriendo a full el mundo de los restaurantes y era un territorio para mí vinculado a la infancia, el lugar donde yo había crecido. Me interesaba recuperar esas voces y construir algo con eso. Hablé con familiares, recolecté historias, recordé pedazos de conversaciones que formaban parte de mi vida. Y estando acá, en Suecia, me pasó algo parecido con el entorno inmediato. Creo que es una misma forma de experimentar el mundo, las cosas que tenés más cerca, de prestarle atención a lo que nos rodea. Es verdad que geográficamente y culturalmente son mundos muy distintos, pero a su vez son dos mundos muy cercanos a mí, nacidos de la misma relación que tengo con lo exterior. Escribo sobre las cosas que me llaman la atención, escribo con cierto arraigo. Evidentemente son distintos narradores y distintos procedimientos, pero hay una mirada en común que es la mía.

-En «El hechizo del verano» hay muchas reflexiones sobre el rol de la lengua, no solamente en torno al sueco sino también al español, y con las demás lenguas que te son ajenas. Decís que «hay una experiencia del mundo físico a partir de la lengua y su codificación del mundo». ¿Cómo se puede profundizar esto?

-Cuando estás inmersa en una lengua que no conocés, que vas aprendiendo y descifrando con el paso del tiempo, también te volvés sensible a aspectos de la lengua que no tienen que ver con el sentido, con lo que las palabras significan, pero que también comunican cosas, como el tono o el volumen. Que están ahí en cualquier conversación con alguien. Es como sucede con los niños, que entienden si los estás retando o le estás haciendo un mimo aunque no entiendan el significado de las palabras. Es un poco como ser niño, estar atenta a aspectos de la lengua que no son del sentido pero que también comunican. Como todos mis trabajos tienen que ver con la lengua, estando acá sentí un poco que perdí todo mi poder. Es como un superhéroe que de pronto pierde sus poderes: si todo lo que yo puedo hacer tiene que ver con la lengua, acá no sirvo para nada. Pero bueno, después entendí que hay un montón de otras cosas que sí puedo hacer. Acá estoy rodeada de personas que hablan lenguas que jamás había escuchado, porque en Suecia hay muchísima inmigración. Lenguas de la India, del Tibet, de Serbia, del Líbano. Lenguas con escrituras que parecen extraterrestres. Todo eso me interesa un montón y me hace reflexionar todo el tiempo sobre cómo nos comunicamos, porque en el fondo funciona, hay cierta armonía a pesar de, muchas veces, no entender todo.

-En esta charla hiciste mención a la maternidad, pero en «El hechizo del verano» casi no aparece esa experiencia. ¿Cómo es ser madre viviendo en el extranjero?

-La maternidad te enfrenta con todas nuevas dimensiones de la cultura que son muy diferentes a la nuestra, y te enfrenta con esta idea de que para criar a un niño necesitás de una comunidad. Y sí, es así. Estando lejos es muy duro. En Suecia, igual, es distinto porque hay una gran ayuda del Estado: los jardines de infantes funcionan super bien, hay un montón para elegir, son buenísimos, baratísimos. De algún modo se compensa esa falta. Y también pasa que la familia acá no es una institución muy importante. La nuclear, la de la casa, sí, es como una burbuja. Pero la familia extendida, no. Y menos que esas familias se ocupen de los hijos.

-Son nuevas formas de construir vínculos, también se ve bastante en «El hechizo del verano» lo que pasa con los modos de construir amistad.

-Es muy distinta la forma de construir amistad. En Argentina la amistad está muy arriba en la escala de los sentimientos, y eso es muy hermoso. La gente le dedica esfuerzo, tiempo y atención a sus amigos, es algo muy importante de la vida: tenerlos y mantenerlos. También la gente está abierta a hacer nuevos amigos, es más permeable a que eso pase. Eso acá no pasa: la amistad no es un valor como lo es allá. Entonces eso fue muy fuerte porque la gente tiene dos o tres amigos de toda la vida y nada más, están bien así. La familia nuclear es «la» institución y es muy difícil entrar en sus vidas, porque es como una burbuja acorazada. Hay encuestas, incluso, que dicen que Suecia es el país donde es más difícil hacer amigos de todo el mundo.

-Hay uno de los textos dedicado a tu relación con el mundo editorial en Suecia, específicamente con un editor. ¿Cómo es ese mundo?

-Es muy pequeño. Yo estoy todo el tiempo viendo y leyendo lo que pasa en Argentina y no tiene ningún punto de comparación: el mundo editorial en Argentina es virtuoso, es vital. Están todo el tiempo pasando cosas nuevas, algo muy sorprendente para mí es que siguen abriendo librerías nuevas, hay gente que sigue apostando a eso. Acá no hay muy pocas librerías, la gente compra libros por internet o escucha audiolibros, ese es el mercado más fuerte. En Argentina se lee muchísimo más, me parece. Uno acá va en el subte y no ve a nadie leyendo un libro. Nadie. Es muy extraño eso. O más que extraño, me parece más bien triste.

-En esta obra el desarraigo está contado desde una mirada bastante «suave», pienso en la imagen de «la nieve que se deposita y hace que las cosas sean menos filosas». Un desarraigo amable. ¿Está el desarraigo hostil?

-Muchos de esos textos, sobre todo los primeros, son del inicio de mi estadía acá. Al principio todo es más sorprendente, las cosas tienen una pátina de novedad, todo es un poco maravilloso. Después, con el tiempo, vas viendo las grietas, todo lo que está abajo. El libro hace en algún sentido un arco, porque el primer texto y el último son parecidos en el sentido de que son bastante documentales, pero el primero tiene un tono más brillante y el último es bastante más oscuro. Yo ahora estoy en ese momento, en el del último texto. No me acostumbro a la oscuridad, ni al frío: para mí cada invierno es peor. Ese arco es mi propio arco en estos años.



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Fuente Telam