Empecemos por aclarar algo: hay odios y odios. Algunos son inevitables. Por ejemplo, quien ama la vida, difícilmente logre evitar el odio hacia quien mata. Pero digamos que quien ama el asado a la estaca no debería empecinarse en detestar a todos los que tienen a los ñoquis con salsa pomarola como plato favorito.
Y aquí podríamos tomar nota de una primera conclusión: hay odios inherentes al deseo de supervivencia de ciertos ideales humanos (“si me dieran a elegir / yo elegiría este amor con que odio / esta esperanza que come panes desesperados”, escribió Juan Gelman), y odios a los que –técnicamente- podríamos definir como odios al reverendo pedo.
Sin vacunas
Aunque el odio, en cualquiera de sus calidades, debería ser un fenómeno raro, inusual, circunscripto a unas escasísimas circunstancias producidas por azarosas combinaciones de factores, en la Argentina viene convirtiéndose en un fenómeno masivo.
Basta caminar un poco las redes sociales o pegarles una leída a los foros de comentarios que los medios agregan a sus noticias, para ver que hasta la reproducción de osos pandas en cautiverio da lugar a expresiones de absoluto desprecio entre personas comunes y corrientes. Y las agresiones no son patrimonio de una franja política en particular: cubren todo el abanico que va desde el “gorila hijo de puta vendepatria” hasta el “cabeza planero que te arreglan con un choripán”.
El odio deliberado y pensado, el odio con mira telescópica, siempre esconde una incapacidad, un déficit asociado a las peores formas de la ignorancia. Una ignorancia que se instala más en el alma que en la cabeza, y que por eso se expande sin vacuna posible y sin reparar en los grados de educación formal.
Contra el odio siempre estuvo el amor, que es básicamente el don de apreciar, valorar y aun necesitar de la existencia del otro. Pero se trata de una cualidad que se extingue y da lugar al odio direccionado cuando adquirimos el suficiente grado de estupidez como para suponer que el otro, por unas diferencias de matices en sus modos de estar y ser, conspira contra la subsistencia de nuestra propia entidad.
Ese odio diría que no tiene arreglo, o que repararlo es tremendamente difícil. El tipo que detesta a otro sólo por ser el beneficiario de una política pública que le permitió –mal que mal- salir de la miseria total y comer todos los días, cuestionando a un Estado que le parece fantástico cuando beneficia a minorías bien blanquitas, no tiene cura. Tampoco el que cree que alguien es un tremendo hijo de puta por el sólo hecho de tener un relativo buen pasar económico, sin importar que se lo haya ganado rompiéndose el culo laburando, al mismo tiempo que defiende a capa y espada el enriquecimiento ilícito de otros –afanos que siempre pagan más los de abajo que los de arriba- porque los considera de su bando.
Colores
Pero fuera de esos casos extremos, uno ve una abrumadora cantidad de odios que rebotan entre semejantes del montón, entre los boludos que realmente hacen un país, entre esa gente buena, simple, que sueña prácticamente con las mismas cosas: con progreso, con justicia, con paz, con que sus hijos vivan cosas mejores que las que vivieron ellos. Gente que no roba, que no caga a nadie -dos razones más que suficientes en la Argentina para sentirse en el mismo lado- pero que sin embargo se odia entre sí.
Quizás la misión más importante del nuevo gobierno, sea del signo que sea, tenga que ver con eso: con trabajar a favor de curar los odios al pedo. ¿Cómo lo podría lograr? Ah, ni idea, si los supiera me hubiese postulado yo también. Pero probablemente funcionaría empezar, desde arriba, por respetar –de verdad, no en discursos repletos de cinismo- las opiniones y las críticas de los otros. Hacer notar que disentir no es conspirar, que cuestionar no es atentar, que la única verdad no es la realidad si a esa realidad no se la asume como colectiva y plural. Ayudaría, también, saberse falibles y mortales, y desconfiar muchísimo de lo que dice el formidable anillo de alcahuetes que rápidamente rodea a cada nuevo poder.
Pero aun si la nueva gestión no se ocupara del tema, al menos nosotros mismos deberíamos hacer el esfuerzo de abrir las manos y soltar los odios pelotudos que hemos permitido crecer. Incluso al precio de seguir siendo odiados por nuestros desodiados. Ser capaces de dar el primer paso en eso de entender por qué el otro sostiene lo que sostiene, y respetar sus motivos.
Cuando pensé en estas líneas, mi primer impulso fue ilustrarla con “El grito”, de Munch. Pero luego decidí que fuera algo de Van Gogh, que pese a vivir una vida atormentada buscó mostrar un mundo que estallaba en colores.
En “La noche estrellada”, muestra un cielo deslumbrante. Pintó la obra en el tramo final de su vida, internado en un sanatorio. Se dice que ejecutó la pintura de día, recordando y recreando lo que había visto en la penumbra nocturna. Para entonces, ya se había tajeado la oreja, ya se le había derrumbado el amor y la esperanza lo había dejado plantado infinidad de veces en incontables esquinas.
Pero en todo eso, pudo ver lo que puso sobre el lienzo.
¿Qué seremos capaces de ver y hacer nosotros?
Yasduit Pepe
Comentarios
A: Uiardechempions se fue del país.
Muchas gracias!
A: Tataaaaaaaan (música de suspenso)
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