¿Un hombre extremadamente entregado a sus tareas o un amarrete que en lugar de pagar a donantes de esperma preferÃa gastarse él mismo a manoplas?¿Un benefactor de la humanidad o un jeropa compulsivo que encontró el modo perfecto de hacer dinero con su condición? Esas y otras preguntas sobre Bertold Wiesner quedarán sin responder por toda la eternidad, luego de saberse que el biólogo austrÃaco fue el principal donante de esperma de la clÃnica de fertilización que durante décadas él mismo condujo en Londres.
Una ex asistente de Wiesner, en cambio, cree tener las respuestas sobre lo que pasaba por la cabeza (la superior) del médico europeo que murió en 1972 y del que ahora se reveló su secreto mejor guardado. "La gente es injusta con él, ahora hablan del doctor como si hubiera sido un monstruo, cuando lo único que hacÃa era matarse a pajas por su pueblo", dice Astrid Lewerbust, una anciana que trabajó ocho años en la clÃnica de Wiesner.
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Tiempos duros
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El encargado de revisar la historia del cientÃfico fue el abogado inglés David Gollancz, a quien sus padres le confesaron que habÃa nacido en 1962 como producto de un tratamiento de fertilización asistida conducido por Wiesner. Cuando Gollancz vio la foto del director de la clÃnica, tan parecida a su propio aspecto, una sospecha le estalló de inmediato en la mente. Un estudio genético demostró que no estaba equivocado: era hijo de Wiesner.
Según relata la prensa internacional, a partir de allà el abogado buscó determinar si lo suyo habÃa sido una simple casualidad o no. Encontró a otras 18 personas nacidas por los tratamientos de Wiesner, de las cuales doce resultaron ser también descendientes del médico. "Con un cálculo conservador, de aquella clÃnica surgieron entre 300 y 600 embarazos efectuados con semen del propio Wiesner", dice Gollancz. Las informaciones no son claras acerca de si el abogado lo dice apenado o con un contenido orgullo por su papá biológico.
Lo que sà quedó claro es que las cuestiones éticas en los servicios de fertilización siempre estuvieron abiertas a manejos inescrupulosos. La figura de Wiesner, quien trabajó en las décadas de los '40s y '60s en el siglo pasado, quedó de repente teñida por un gran escándalo.
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"Daba todo de sÃ"
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Astrid Lewerbust, en cambio, dice que la noticia no la sorprendió. "En la clÃnica todos sabÃamos lo que pasaba. No me importa lo que digan ahora, voy a seguir recordando al doctor Wiesner como un gran hombre, que daba todo de sà por las pacientes. Como decÃa él, citando a San Francisco de AsÃs: 'Hay que dar hasta que duela'. Y él, de hecho, más de una vez terminaba el dÃa con una bolsa de hielo en los testÃculos. Era un gran humanista".
La enfermera, de origen alemán, comenzó a trabajar a los 25 años en la clÃnica London Barton (en inglés, "hermano, agarrámela con la mano"). La institución, aunque de mucha fama en la Europa occidental de su tiempo, afrontaba serios problemas económicos. "Hubo que recortar gastos, bajar honorarios, despedir personal. El doctor se desesperaba al ver que no podÃa sostener el servicio", recuerda Astrid, que aceptó contar a Angaú Noticias su propia experiencia en el centro de atención.
Ella cree haber sido testigo de la primera vez en que Wiesner violó los protocolos y se convirtió en el donante del esperma con que se iba a fecundar a una paciente. "Era una mujer obsesionada con tener un hijo. TenÃa 39 años y habÃa llegado desde la estepa rusa, gastando todos sus ahorros, vendiendo su casa, viajando en terribles condiciones. El doctor le tenÃa aprecio y algo de pena. El dÃa en que debÃa realizarse la fertilización, nos quedamos sin stock de semen. 'Y bueno, a pelarse', dijo el doctor Bertold, y comenzó a masturbarse mientras nos recibÃa a varios empleados que habÃamos ido a pedirle que nos pagaran al menos uno de los cuatro salarios que se nos adeudaban".
"Todos quedamos tan conmovidos con su gesto, que recuerdo que dos enfermeras nos abrimos las chaquetas para mostrarle los pechos y ayudarlo. El doctor se emocionó tanto que nos salpicó bastante. Pero la misión estaba cumplida. Después del procedimiento de inseminación, él parecÃa más feliz incluso que la paciente. Nos saludó a todos dándonos el codo", rememora Astrid.
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Una salida desesperada
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Según el testimonio de la mujer, fue a partir de allà que Wiesner advirtió que la salvación de su clÃnica podÃa estar en un gran esfuerzo personal que sabÃa que podÃa ganarle también la condena de toda la comunidad cientÃfica. "Hubo una orden reservada de que dejáramos de recibir donantes y que el dinero que se destinaba a pagarles se utilizara para cubrir las deudas con bancos y proveedores. A los frascos los llevábamos directamente al despacho del doctor Bertold, que, pobre, no daba abasto", relata Astrid, de ojos intensamente azules, que se destacan más con su piel clara y el cabello totalmente encanecido.
La situación financiera de London Barton comenzó a mejorar progresivamente. Sin embargo, la salud de Wiesner fue al mismo tiempo deteriorándose de un modo ostensible. "HabÃa perdido mucho peso, se lo veÃa muy ojeroso y tuvo que aprender a manejar la mano izquierda, porque la derecha le quedó repleta de ampollas", dice Astrid, con sus cejas invisibles arqueadas por la tristeza del recuerdo.
El matrimonio de Wiesner, además, comenzó a naufragar. "Su mujer no lo entendÃa, decÃa que él ya no estaba interesado en ella. Él le explicaba la situación, le mostraba los frascos cargados en la jornada de trabajo, le mostraba las planillas, pero ella igual se distanció, hasta que en 1970 lo dejó", dice.
La tristeza por la ruptura y el aislamiento que le provocaba la falta de energÃas como para mantener lo que habÃa sido su vida social habitual, sumieron a Wiesner en una aguda depresión que tuvo efectos nefastos sobre la que se habÃa vuelto su actividad diaria central.
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Penosa declinación
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"A veces estábamos cuatro, cinco horas, con un frasquito en la mano, esperando que el doctor pudiera. Era doloroso ver a un hombre que habÃa sido tan vital, tan elegante, con un porte imponente, convertido de repente en un alfeñique de 50 kilos que lloriqueaba como un niño detrás de su escritorio, casi en penumbras. Tengo grabado eso en mi mente -dice Astrid, que por primera vez parece cerca del llanto-. Ese olor a crema hidratante para manos, el llantito apagado del doctor Bertold, y ese fliqui fliqui fliqui todo el tiempo".
La bajÃsima productividad de Wiesner y la gigantesca deuda acumulada con el quiosco que lo proveÃa de revistas pornográficas terminaron por devolver a la clÃnica a un cuadro contable todavÃa peor al de la primera crisis. El austrÃaco, devastado y rendido, comunicó al personal el cierre del instituto. "Esto se acabó", dijo, sonriendo agriamente al darse cuenta de la triste paradoja de su frase.
Del final de Wiesner, en 1972, se sabe poco y nada. Sólo que murió en la pobreza, sostenido por la ayuda de algunos amigos. Recien cuarenta años después, con las revelaciones del abogado Gollancz, la historia parece hacerle justicia. Y ahora, tras las informaciones publicadas, cada dÃa cientos de onanistas de todo el mundo visitan su tumba para rendirle tributo.
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Comentarios
A: :-D
PD: Le llegó mi correo a la dirección de la redacción@? O con esto de las redes sociales ya no chequea las casillas?
A: Tenés razón, somos unos ansiosos de miércoles. En cuanto al correo, nop, no lo encontré, Lean. ¿cuándo lo mandaste?
¿Lo podés reenviar? redaccion
Graciasss
A: En Taringa hay usuarios que son gente buena onda y nos difunde citando la fuente. Si el caso que nos contás no es asÃ, nos da por las bolas, como todos los afanos que solemos detectar en otros puntos de la web y hasta en algunos espectáculos de humor.
Ladran, Sancho, señal que nos están limpiando el tendal de ropa.
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