La mujer permaneció un buen rato arrodillada a metros del altar que exhibía una imagen de San Martín de Tours. Transcurría el atardecer del 30 de enero de 1919, y en ese momento no había nadie más en la nave del templo ubicado sobre la calle Isabel la Católica al 500, de Barracas.
Según parece, Enriqueta Rocafiguera, nacida en la ciudad española de Murcia hacía 35 años, tenía razones secretas para rezar en soledad.
Había sido monja en la Congregación de Jesús María y, en su condición de tal, llegó a Buenos Aires en 1912 con el propósito de impartir catequesis en el Colegio Nuestra Señora de Lourdes, emplazado junto a la iglesia. Ejerció tal actividad hasta el invierno pasado, cuando, por razones desconocidas, dejó los hábitos. Desde ese momento alquilaba una pieza en un conventillo de la calle Espinosa al 1600.
Ese jueves, al concluir su liturgia unipersonal, oyó un zumbido pertinaz; provenía de una nube de moscas que sobrevolaba el órgano. Entonces apuró sus pasos. Y al salir, una corriente de viento –algo inusual para esa época del año– se le estrelló contra el rostro. En ese instante, llegó a ver unos pañuelos que alguien había atado en el enrejado perimetral. Y se sobresaltó; fue como si hubiera visto un fantasma.
Semejante percepción tal vez haya tenido que ver con un trágico suceso que había comenzado a gestarse medio siglo antes.
Corazón espinado
Era una tarde primaveral de 1862 cuando una adolescente vestida de blanco jugaba a huir de un joven entre los árboles de un campo ubicado en el sur de Buenos Aires. Cada tanto, se dejaba atrapar para besarlo con una arrebatadora pasión. La muchacha se llamaba Felicia Antonia Guadalupe Guerrero y Cueto, pero la llamaban Felicitas. Y estaba muy enamorada de Enrique Ocampo. No suponía que su padre tenía otros planes para ella.
A esa misma hora, don Carlos José Guerrero, un próspero comerciante y hacendado de origen vasco, cerraba en el casco de su estancia el negocio más ambicioso de su vida. Al otro lado del escritorio, Martín de Álzaga –nieto del caballero español fusilado en la Revolución de Mayo y uno de los hombres más acaudalados del país– asimiló aquel asunto con un beneplácito rayano a la perplejidad. Al respecto, preguntó:
–¿Puedo entonces anunciar mi boda con su hija en La Nación?
–Por supuesto. ¿Qué problema hay?
–El único problema es la edad del novio –dijo, sonrojándose.
–Pero si usted, amigo, está hecho un muchacho.
Por entonces, De Álzaga tenía 60 años.
Luego de que éste se retirara, su futura suegra, doña Felicia Cueto y Montes de Oca de Guerrero, le comunicó a Felicitas la novedad. Ella rompió en llano, e imploró a su padre que reconsiderara la cuestión. Don Carlos José se mostró irreductible. Felicitas insistía. Pero él dio por terminada la disputa con la siguiente frase:
–Usted me pertenece, y se la doy a quien yo quiero.
Doña Felicia, en cambio, se mostraba más persuasiva:
–Lo hacemos por tu futuro, niña.
El casamiento se efectuó dos meses después. Esa ceremonia, celebrada en la estancia La Postrera –el campo insignia del novio– fue el acontecimiento social más importante del año.
Entre los invitados estaba Ocampo, quien descendía de una tradicional familia porteña. Alicaído por la boda de su amada, terminó por enrolarse en el Ejército para combatir en la guerra de la Triple Alianza.
El flamante matrimonio, por su parte, no fue muy feliz. El marido siguió dedicado a sus negocios. Felicitas repartía su tiempo en los quehaceres de la casa y la escritura de epístolas amorosas que Enrique jamás recibiría; también cultivaba un hobby algo extravagante: criar sapos. Al año nació el primer hijo del matrimonio, quien fue bautizado con el nombre de Félix Francisco.
En 1869, don Martín partió hacia Río Grande do Sul para liquidar unos campos de su propiedad. En paralelo, Ocampo regresó del Paraguay, y se reencontró con Felicitas. El amor entre ellos seguía intacto. Pero por aquellos días una tragedia golpearía a la mujer: el pequeño Félix Francisco enfermó de fiebre amarilla para fallecer luego de una atroz agonía.
Para Felicitas ya nada volvió a ser igual. Ello incidió en su ruptura con Enrique.
–¡Tené el coraje de decirme que nunca me amaste! –exclamó él.
–¡Tengo el coraje de decirte que te amo, y que nunca te olvidaré! –fue la respuesta de ella.
Todo indica que Ocampo no se resignó a la nueva situación.
Poco después, Felicitas volvió a quedar embarazada. Su segundo hijo murió a los pocos días de nacer. De Álzaga, que ya tenía problemas de salud, quedó muy afectado por los fallecimientos de sus hijos. Y dejó de existir unos meses después.
La viuda, que ya tenía en aquel momento 24 años, heredó setenta mil hectáreas, varias propiedades y una nada desdeñable suma de dinero. Tanto es así que se convirtió en la mujer más rica del Buenos Aires. Eso exacerbaría el carácter codicioso de su padre, quien –con el pretexto de asistir a Felicitas en el manejo de sus bienes– intentó poner semejante patrimonio bajo su control. Fue en vano; ella era una mujer de gran personalidad y tomó parte activa en la administración de sus bienes.
Por su parte, Enrique creía haber encontrado una nueva oportunidad para unirse a Felicitas. Pero ella, inmensamente rica y no menos bella, fue la dama más requerida de Buenos Aires. Y con la excusa de guardar luto, trataba bien a todos, sin dar esperanzas a ninguno.
Durante uno de sus viajes a la estancia La Postrera, una tormenta hizo perder el rumbo a su carruaje. Entonces se acercó un jinete.
–Esta es mi estancia, que es la suya -fue su carta de presentación.
Esa noche, ella fue huésped de don Samuel Sáenz Valiente. El tipo era nada menos que el hombre del cual Felicitas se enamoraría, y pocos meses después, se comprometió a casarse con él.
El 30 de enero de 1872 Felicitas fue de compras al centro de Buenos Aires para ultimar los detalles de la inauguración del primer puente sobre el río Salado; a tal evento concurriría hasta el gobernador de la provincia, Emilio Castro. En su ausencia llegó Ocampo a su quinta, situada en lo que hoy es el barrio de Barracas. Minutos después llegaron dos carruajes; en uno iba ella y, en el otro, su prometido.
En ese instante, se precipitaron los acontecimientos.
Ocampo pidió verla a solas. Felicitas, sospechando que venía a quejarse por su inminente boda, aceptó por temor a la escena que su antiguo amante podría desatar. Por cierto, no se había equivocado: Ocampo descargó sobre Felicitas una lluvia de reproches. Pero ella lo rechazó con frialdad.
Finalmente, se escucharon dos detonaciones. Luego, el silencio.
Ella yacía moribunda por un tiro que le ingresó por el hombro derecho para atravesarle un pulmón. Enrique, ya sin vida por un disparo en la sien, la sujetaba a ella entre los brazos; de su índice derecho aún colgaba un viejo pistolón. Ella exhaló su último suspiro unas horas después.
Al día siguiente, los cotejos fúnebres de ambos se cruzaron en la entrada de La Recoleta.
El día del fantasma
La muerte de Felicitas horrorizó a la sociedad porteña.
Don Carlos José Guerrero –en circunstancias, desde luego, no deseadas por él– accedió a su máximo anhelo: heredar todos los bienes de su hija, dado que ella no tuvo descendencia. Y por homenaje a su memoria no se le ocurrió mejor idea que construir un templo católico en el lugar de la tragedia.
El proyecto de la Iglesia Santa Felicitas corrió por cuenta del arquitecto Ernesto Bunge, y fue inaugurada el 30 de enero de 1876. Su diseño posee un estilo ecléctico alemán, con elementos neo románticos y góticos. Atrás de la nave principal se instaló el oratorio personal de la familia Guerrero. El púlpito, a su vez, tiene formas bizantinas, mientras que desde el techo abovedado, unas arañas con caireles de cristal irradian una luz algo mortecina. Y a la izquierda del vestíbulo resalta una estatua de mármol con las figuras de Felicitas y su hijo Félix, en tanto que, a la derecha, otra mole evoca al desafortunado don Martín.
En el verano de 1907, cuando la iglesia fue restaurada por primera vez, los obreros notaron que uno de los ángeles de la fachada tenía el ala derecha caída –ya se sabe que a Felicitas le dispararon en ese lado del hombro–. Para colmo, de manera inexplicable, las campanas empezaron a sonar. En aquella ocasión, incluso, se llegó a decir que la mismísima Felicitas se paseaba por detrás del enrejado perimetral del templo sin dejar de llorar. Era el aniversario de su muerte. Y para que se secaran las lágrimas, cada 30 de enero había quienes dejaban pañuelos atados en los barrotes. Lo cierto es que así, ella se convirtió en el fantasma más prestigioso de la ciudad.
Es muy probable que durante ese jueves de 1919, Enriqueta Rocafiguera se haya topado con su alma en pena. Sin embargo, aquello no es más que una suposición difícil de probar: el cadáver de la ex monja fue hallado a la mañana siguiente al costado del atrio.
En su rostro había una mueca de horror.