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«Un lugarcito para estar tranqui», dice el comisionado de Villa Llanquín, Cristian Sánchez, y en esa sola frase condensa el espíritu de este paraje rural ubicado 40 kilómetros al noreste de Bariloche, un oasis de calma y tranquilidad, ideal para descansar en contacto con la naturaleza esteparia, entre cerros y el río Limay.
En el kilómetro 1610 de la Ruta Nacional 237, una “balsa maroma” -que funciona de 8 a 20- y un puente colgante despiertan la curiosidad de cada vez más conductores y acompañantes e invitan a cruzar las aguas del Limay para ingresar en el pequeño pueblo de alrededor de 300 habitantes.
Villa Llanquín se extiende del lado rionegrino del río que hace de límite con Neuquén; su puñado de comercios y de casas, si bien puede resultar pequeño a los ojos del visitante, se ha ido multiplicando en los últimos años de la mano del crecimiento del turismo.
“Hay muchos turistas, cada vez más”, describe el comisionado Sánchez, quien a sus 35 años ha sido testigo de la transformación del pueblo.
“La balsa debe estar cruzando entre 50 y 60 autos por día. Los fines de semana cruzan más, por ejemplo, el fin de semana pasado, contando el viernes, cruzaron 320 autos”, grafica en diálogo con Télam, aunque reconoce que “este año, por la crisis, mermó un poco la llegada de gente, no es lo mismo que los años anteriores”.
En esta postal de la estepa patagónica las rocas se funden con las aguas transparentes y rápidas del Limay en un paisaje en el que sobresalen sauces, pinos, las clásicas alamedas campestres y los distintivos álamos blancos, cuyas hojas al sol son verdes de un lado y plateadas del otro.
Cabalgatas, trekking, pesca y flotadas en gomón son algunas de las actividades que se pueden realizar en el paraje, aunque los visitantes suelen elegir las caminatas y la contemplación.
“La gente pasea mucho por los caminos, por la costa del río donde se sienta a tomar mate. Saben ir a escalar las piedras, aunque ahora los dueños de los campos están prohibiendo el paso por accidentes que hubo. Recorren el Chacay, el cerro que da toda la vuelta, en camioneta o en auto”, describe, y resume: «la gente siempre busca un lugarcito para estar tranqui».
La plaza central de Villa Llanquín está rodeada por la sede de la Comisión de Fomento, la escuela-hogar, la capilla «Corazón de María»; a muy pocos metros hay almacén, verdulería y un “patio cervecero” que propone una “experiencia de campo”.
Es el mediodía y en el pueblo flota un aroma a torta frita que despierta el apetito, el silencio reinante sólo se interrumpe por el cacareo de las gallinas y el ladrido aislado de algún que otro perro.
Leandro llegó de San Juan, junto con un grupo de personas, para trabajar el “Patio cervecero” durante el verano, y cuenta que estaba “un poco abandonado”, pero que luego de tres semanas de refacciones pusieron a punto la barra, las mesas, el fogón y la parrilla, y abrieron.
El local abre de 8 a 24 pese a que el horario de balsa es de 8 a 20, y según explica Leandro, “como hay varios campings y dormis, también abrimos para quien quiere venir a tomar una cerveza y comerse unas papas a la noche”.
“Se trabaja bastante bien. Abrimos de martes a domingos, vienen entre 60 y 70 personas por día. Tenemos pocas mesas pero mucho recambio”, señala, y cuenta que allí se puede comer milanesas, empanadas (las hay de cordero al disco), sánguches y torta fritas, entre otras cosas.
Muchos pasan a comprar algo para comer y seguir viaje, como Emiliano y su familia, oriundos de General Roca.
«Veníamos de pasada y se nos ocurrió venir a mirar porque nunca habíamos entrado (a Villa Llanquín), a partir de lo que vimos por la ruta”, le dice a Télam. «No sabíamos que había comida para llevar o sentarse a comer. Así que comparamos algo y seguimos».
Uno de los atractivos que en los últimos años fue ganando un lugar entre los turistas es “Lavandas del Limay”, un parque agroecológico de lavandas que se encuentra a unos 500 metros de la plaza.
Allí, en un campo en el que hoy en día hay más de 4.000 plantas de 16 especies distintas de esa planta, se produce y se comercializan productos aromáticos, aceites, velas, jabones, almohadillas, ramos y sahumerios, además de gin, infusiones y garrapiñadas.
«Vi en una nota, leí sobre el campo de lavanda y quise venir, pero nos vamos antes de que florezca, que es en febrero. Igual vinimos a conocer. Es la cuarta vez que venimos a Bariloche y no conocíamos, así que vinimos», le cuenta a Télam Carolina, de Mar del Plata, que recorre el lugar junto a Luis.
«Está bueno cruzar en balsa, es otra experiencia», continúa, y anticipa que «después vamos a ir a recorrer todo, lo que más se pueda. Es lindo. Tranquilidad. Venimos de Mar del Plata, esto para nosotros es la paz total».
Si bien la mayoría de los visitantes suele venir por el día, Villa Llanquín cuenta con una hostería, cabañas, dormis y ocho campings en los que “se queda mucha gente a dormir”, sostiene el comisionado Sánchez.
El verano representa el mayor flujo turístico, aunque “todo el año viene gente. No es lo mismo, pero la gente viene. Muchos turistas se paran al lado de la pasarela para sacarse una foto, entran, van a comprar algo a un negocio, se toman unos mates y se van”.
El desarrollo del turismo en el lugar, de todas maneras, «deja plata en los campings pero para nosotros no”, relata Sánchez, y explica que se están llevando adelante gestiones para poder cobrar alguna tasa -como en Bariloche- que aporte un ingreso al pueblo.
“No tenemos un mango para manejarnos, el camión está roto, la máquina está rota”, asume el comisionado, y aclara: “Todo lo que está hecho lo hicimos los vecinos, todo a pulmón”.
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Fuente Telam